El maestro Sadr Qunyawi hizo la plegaria ante los restos del más respetado preceptor y poeta sufi.
Cientos de sus discípulos llorábamos la perdida de quien predicó que el hombre perfecto mira hacia su interior, hacia su alma intelectual buscando sabiduría. Llorábamos nuestra orfandad, nuestro dolor egoista.
Tenía 12 años cuando el persa Farid al-din Attar vaticinó que haría arder a los aspirantes espirituales del mundo. Ahora todo el Islam peregrina a su tumba aquí en Konya.
Amó a la humanidad. Deseaba que ella también se amara.
¡Ven, quienquiera que seas!Infiel, religioso o pagano, poco importa.
Nuestra caravana no es de desilusión,sino de esperanza!
¡Ven aunque hayas roto mil veces tus promesas!
¡A pesar de todo, ven!
Mantenía permanentemente su gran alegría interna. Libre de la pedantería del soberbio, vivió su espiritualidad como un niño, danzando, cantando.
¿Qué puedo hacer, oh musulmanes?, no me reconozco a mi mismo.
No soy cristiano, ni judío, ni mago, ni musulmán.
No soy de la mina de la Naturaleza, ni de los cielos giratorios.
No soy de este mundo, ni del próximo, ni del Paraíso, ni del Infierno.
No soy de Adán, ni de Eva, ni del Edén, ni Rizwán;
Embriagado con la copa del Amor, he visto que los dos mundos son uno;
no tengo otra cosa que hacer más que el jolgorio y la jarana.
Condenado a muerte, en virtud de haber nacido, se alegró cuando enfermó porque supo que había llegado su momento para hacerse uno con el Amado. Falleció pocos días después mientras dormía.
Recuerdo la tristeza y las palabras finales de Qunyawi durante las exequias:
“Santo, hombre imposible. Tu credo, tu lengua y tu raza fueron la humanidad. Libre, sublimada por la felicidad, por la pureza de intención, por la voluntad impecable. En ello creíste y confiaste. Quienes te amamos intentaremos imitar tu coraje para armonizar con el universo. Amigo, padre, hermano; gracias. Hasta que volvamos a vernos, hasta que volvamos a contemplar tú sonrisa al final del tiempo.”