No sé la hora exacta, todo es silencio. La penumbra se ilumina tenuemente desde los bordes de las cortinas donde relumbran las primicias de la mañana. Latas de cerveza sembradas aquí y allá y un camino húmedo, trazado sobre la alfombra recorriendo la distancia entre el cuarto de baño y la amplia cama, denuncian la euforia de la noche anterior. La transparente y estilizada botella de vodka, casi terminada, descansa inocente y mustia sobre la pequeña mesa de la anónima y sobria habitación. Su bolso y vestido negros ocupan una de las dos sillas, en la otra, tumbado desnudo, respiro tranquilamente tratando de no hacer ruido y de aminorar la taquicardia.
Frente a mí, sobre la cama, ella duerme. Apenas siento su respiración tranquila y débil, como la de un cachorro. El cobertor bajo el que se esconde el cuerpo de la mujer más hermosa del mundo únicamente revela parte del rostro y una abundante mata de cabello rubio, derramándose como brillante cascada sobre sus hombros. Este rostro que sueña esta lejos de ser el de la mujer sabia, endurecida por el alcohol y el sufrimiento, que conocí la noche anterior. Quizás somos auténticos únicamente cuando soñamos. Con los párpados cerrados, ocultando sus profundos ojos azules, parece una niña inocente y tierna, un hada asustadiza y frágil que podría estrangular fácilmente con una sola mano si quisiera; pero no quiero.
Levanto lentamente mis botas y pertenencias para vestirme en silencio.
No la despierto, salgo dejándole algunos billetes extras. ¡Cuanta luz!, aun con gafas oscuras. El temblor en las manos y la garganta seca demandan atención, me encaminan hacia la primera cerveza del día. Tengo miedo, estoy confundido y paranoico. El viento helado corta el rostro y sonrío, soy el hombre más feliz del mundo. Quisiera haberle dejado más propina, pero en realidad no tengo con que pagarle el inmenso favor de ayudarme a silenciar, por un instante, el terrible sonido que hace al batir sus alas el ángel de la muerte.